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lunes, 17 de diciembre de 2012

Plomo

Plomo. Plomo que impregna el pecho, muy adentro. Sobre las costillas, en torno a los pulmones, anegando el corazón. Al final te acostumbras, ya no desgarra los tejidos. Pero pesa igual. Durante una fracción de segundo, el Sol se filtra entre las hojas doradas del otoño, y el mundo es hermoso de nuevo. La sensación es efímera, el Gris no tarda en volver. Acecha tras cada esquina, llega con el soplo del viento, y se aferra a las entrañas como un animal sediento que no está dispuesto a dejar escapar su presa. Un parásito que no mata, pero que consume lentamente. Un puñal que se retira con mimo del corazón, dejándolo ajado, deshilachado. El pálpito apenas se puede mantener, el cuerpo sigue funcionando, pero es un mero espectro. La belleza se torna pálida, más hermosa incluso, pero más mortecina, más lejana, más etérea. Cada latido suena a estertor mortal, y siembra una estela carmesí, repulsiva para muchos, atractiva para unos pocos. El sueño se hace de rogar, y cuando llega, es inquieto, huidizo. Plomizo.

Ilustración de Luis Royo